“El jaguañeñén-hablando jaguareté merodeando por la jaguaretama”: la cosmopolítica de la selva y el entrelazamiento de lengua, soledad y devenir en “Mi tío el jaguareté” de João Guimarães Rosa

En lo profundo del vientre verdeante e indomable de la selva, al lado del fuego parpadeante de una choza remota, un solitario y retirado cazador de jaguares mestizo recibe a un visitante imprevisto. Una inquietud ansiosa empapa el grueso del entorno desparramando, mientras el ominoso interlocutor blanco—cuya voz nunca se manifiesta y cuyas intenciones permanecen ocultas—le ofrece aguardiente al jaguar-cazador, jaguar-amante, jaguar-obsesionado hablante, un hombre lleno de paradojas y oscuridades. Le dice al visitante: “No soy hacendado, soy vecino”, negando una identidad humana, solo para contradecirse instantes después: “Eh, tampoco soy vecino”, y finalmente afirmar una especie de sin-lugar: “Yo — por todas partes. Toy aquí, cuando quiero me mudo” (Guimarães Rosa 411). Con cada trago, se hunde más en un frenesí, traicionando su propio relato como si alguna fuerza incontenible—quizás el alcohol, quizás el dolor, quizás la locura, quizás algo aún más extraño—lo obliga a hablar. Pronto, el narrador divulga un horror más profundo que se impregna por el bochorno sofocante de esta escena de selva inquietante: entre el velo de hojas y sombras que rodea la choza, merodea una multitud de jaguares salvajes. Y el más amenazante de todo, comienza a insinuar lentamente, es él mismo. Afirma con convicción embravecida que por sus venas corre la sangre carnicero y salvaje de un jaguar. Sus exclamaciones laten con una urgencia feroz y latente que se intensifica con cada aliento, hasta que su corazón ya no latir con un ritmo humano pero con el tambor cerrero de un depredador felino.
Al principio, esto podría parecer como los desvaríos de un borracho loco, pero con cada locución, su discurso se vuelve menos y menos humano—y más y más jaguar. Con cada capa que confiesa de su íntima afinidad felina, su monólogo se revela como una confesión de metamorfosis ontológica—una catalizada por la soledad, el duelo y una mutación progresiva del lenguaje. A través del triple eje relacional del narrador—su herencia materna indígena, su vínculo erótico con la jaguar María-María, y su interacción enredada y volátil con el interlocutor silencioso—João Guimarães Rosa desarrolla un colapso radical del ser antropocéntrico, mostrando cómo la ausencia ontológica, lingüística, afectiva e identitaria da a luz a a un modo de existencia “jaguaretéica”. Desde el grito insistente de “¡Yo — jaguar!” hasta la irrupción de jaguañeñén—un neologismo forjado a partir de jaguareté (jaguar verdadero) y ñeenga (hablar)—el lenguaje se derrumbe en gruñidos y rugidos, el español (o el portugués) se disuelve en tupí, y el discurso cede a una ecología semiótica más intrincada. El anhelo del narrador de devenir jaguar—enraizado en la pérdida materna, la soledad y una herencia indígena casi desdibujada—se intensifica y se materializa hasta convertirse en una metamorfosis vivida. Sin embargo, bajo la superficie de su voluntad de ser, sentir y devenir jaguar, palpita un impulso aún más profundo y primario: el anhelo de habitar un mundo donde tal metamorfosis es incluso posible. Un mundo cuyo terreno ontológico no ramifica especies ni desvincula parentescos, sino que fluye en relación continua y afectiva—un terreno donde él, su madre, su tribu, su amante María-María, la selva y los jaguares están todos mutuamente involucrados y co-constituidos; un mundo donde el lenguaje se vuelve poroso, la identidad mutable y el ser no singular, sino plural.
La metamorfosis en “Mi tío el jaguareté” va mucho más allá de lo metafórico. Implica no solo el desprendimiento de la lengua y la carne, sino también la renuncia a los vínculos afectivos y lingüísticos restantes con otros humanos. No solo debe desaprender la lengua española (o portuguesa) para hablar de nuevo, sino también su alma debe exhalar el aliento antropocéntrico, capitalista y colonial que contamina el aire que alguna vez respira. De este desangramiento—lingüístico, ontológico, emocional—el jaguar empieza a entrar por cada poro vaciado. Lo que surge no es un mero cambio, sino una transferencia del ser: hacia “jaguaretama, tierra de jaguares”, que no es una ubicación geográfica, sino un ámbito cosmopolítico de enmarañamiento afectivo, semiótico e interespecífico en el que el lenguaje ruge, la memoria acecha, y la soledad se convierte en umbral de la renacimiento (Guimarães Rosa 430). El dolor en “Mi tío el jaguareté”—el duelo, la vergüenza, la pérdida, la soledad—se convierte así en un puente que el narrador debe atravesar para entrar en otro reino del amor, del saber, y del devenir. Y sólo entonces puede pulsar junto con el corazón selvático: el latido que una vez aulló “¡Yo — jaguar!” se metamorfosea en jaguañeñén-hablante jaguareté merodeando por la jaguaretama.
La condición mestiza del narrador en ese cuento marca una escisión entre dos linajes ontológicos: su madre indígena que habla tupí, cuyo amor y cosmovisión reverencian, y su padre blanco ausente que lo abandonó a una vida de labor solitaria bajo un hacendado resuelto a “desjaguarizar todo este mundo” (Guimarães Rosa 415). Su sufrimiento no es reducible a un malestar psicológico—es ontológico e identitario. La soledad, por lo tanto, no es simplemente un producto del abandono o el aislamiento, sino la consecuencia de una ruptura más profunda con el ámbito ontológico, afectivo y relacional al que anhela retornar. Ese dolor se profundiza sobre todo en el remordimiento por haber cazado y matado a los mismos seres que alguna vez lo enlazan a su linaje materno y a su parentesco interespecífico: “Aquí solito, todo el tiempo… el jaguar es mi pariente, taba triste de haber matado” (Guimarães Rosa 442). A lo largo del relato, reitera su soledad: “Estoy muñamuñando solito, para mí, añún” (Guimarães Rosa 413). Sin embargo, esta soledad no es una condición de aislamiento de forma general—surge en particular de su alejamiento del mundo humano: “aquí, ronda que ronda nada más estamos yo y el jaguar” (Guimarães Rosa 420). Reflexiona: “Antes, de primera me gustaba la gente”, pero ahora, “sólo los jaguares me gustan” (Guimarães Rosa 422). Este giro sugiere que cuanto más corta sus lazos con lo humano, más se afina al jaguareté y así asume su modo de ser completamente distinto.
Al evocar el inicio de su vida en soledad, el narrador lo ancla a la muerte de su madre: “Nostalgia de mi madre, que murió, sacyara…Yo ñun — solito… no tenía amparo” (Guimarães Rosa 420). Además, como señala Valquíria Wey, “ñún” o “añún” es una formación híbrida que entrelaza el “a” portugués (yo), “nhó” (solo) y “nehum” (ninguno), y significa “solo, solito, sin ninguno”—una palabra que no solo expresa soledad, “solito, para mí, añún”, sino que como “cruce lingüístico entre el portugués”, también embebe la hibridez y la fragmentación mestiza (Wey 455).1 Además, la traducción al español como “nostalgia” no logra captar la profundidad de la palabra portuguesa saudade—término que Guimarães Rosa escoge con precisión, en lugar de anseio o sentir falta. A diferencia de nostalgia, que evoca una añoranza cognitiva-mnemónica y melancólica dirigida hacia el pasado, saudade expresa un dolor ontológico-afectiva sin límite temporal—un anhelo estrechamente ligado a la ausencia, a la identidad, y así al ser. Un peso semántico y emocional comparable reside en sacyara, palabra tupí cuyo significado simple es “tristeza”, pero cuya morfología del término original—cacyara—merece más consideración: de cacy (“triste; doler; tener pena”) y ara, raíz compleja y polivalente que significa “nacer” y puede “indicar naturalidad”.2 Así, saudade y sacyara no evoca una tristeza transitoria, sino una pena enraizada en el origen mismo del narrador—un dolor ligado a la pérdida de su vínculo con el mundo materno, indígena y cosmopolítico, y como tal a la ausencia de su madre y de su ser-jaguar.
En How Forests Think, Eduardo Kohn ilumina el potencial generativo de la ausencia: “the future is closely related to absence…one’s future emerges from and in relation to…absent histories” (Kohn 24). La metamorfosis ontológica del narrador en jaguar es así inseparable de la ausencia de su madre y, a través de ella, de su vínculo con una ontología cosmopolítica basada en el pensamiento indígena. La pérdida se convierte en un suelo fértil desde de donde florece un nuevo modo de existir en el que, como el runa puma de Kohn, el narrador aprende a habitar una “ecology of selves” ya no atado por los límites antropocéntricos de la identidad (Kohn 2). La ausencia así pues no es una pena estéril ni un callejón sin salida, sino un sitio de renacimiento: una fisura afectiva, lingüística y ontológica mediante la cual un nuevo ser-jaguar comienza a tomar forma.
El entrelazamiento entre la memoria materna y el ser-jaguar no es una asociación incidental, sino es radicalmente fundacional. El narrador alinea explícitamente a su madre con el parentesco del jaguar en varias ocasiones, ubicando a su madre y al jaguar dentro del mismo entramado relacional de cuidado, parentesco y continuidad cosmo-ontológica: “mi madre india era buena conmigo,” recuerda, “como el jaguar con sus cachorros, jaguaraín” (Guimarães Rosa 441). Asimismo, invoca al jaguar en el tupí de su madre—“jaguareté”, “pixuna”, “pimina”—reafirmando así no solo un léxico indígena, sino una cosmovisión indígena que rechaza las jerarquías entre especies; para el narrador, los jaguares no son “otros”, sino parientes. Este lazo es ancestral: su “madre decía, [su] madre sabía, ue-ue”—donde ue-ue actúa como un invocación ancestral rítmica que convoca el ámbito-jaguar. Como el título sugiere, “el jaguareté [su] tío” es “hermano de [su] madre, tutira” (Guimarães Rosa 436). Al declarar que su madre sabía que “el jaguar es mi pariente, jaguareté, mi pueblo” y que “el jaguareté es mi tío, tío mío”, el narrador insinúa que esta pérdida materna, esta soledad que resuelta y este deseo metamórfico no son simplemente metáfora biológica, sino reclamación ancestral y cosmopolítica (Guimarães Rosa 441). Su anhelo ontológico no es simplemente metamorfosearse en jaguar, sino reingresar al mundo relacional en el que esa transformación es aún posible.
El primer paso hacia ese mundo comienza con su encuentro con María-María, una jaguar que primero excita su deseo erótico y más adelante se convierte en objeto de un profundo vínculo afectivo y erótico. No es coincidencia que su nombre hace eco con el de su madre—después revelado como “Mar’ Iara María”—así se doblan en una sola figura la memoria materna, el deseo erótico y el parentesco jaguarino (Guimarães Rosa 434). María-María no es simplemente un animal; es un portal sensorial y semiótico hacia el terreno cosmopolítico que el narrador anhela habitar. Pero acceder a ese ámbito exige una ruptura: una desenganche de las lógicas binarias y jerárquicas que encarnan Ño Ñuan Guede, su visitante blanco, y todos aquellos que niegan la posibilidad de su ser-jaguar. El lenguaje se convierte en una zona sobre la cual se desata esa ruptura y se encarna su transformación. El narrador, más y más alejado de lo humano, confiesa que “no quier[e] ver gente, no, de nadie [le] gusta”, y describe la frustración intensa que acompaña el acto humano de hablar: “Como si tuviera que hablar con el recuerdo de ellos. No quiero” (Guimarães Rosa 422). El lenguaje deja de ser una mera herramienta comunicativa; se vuelve un medio de re-evocación y reinscripción del mundo mismo que busca abandonar. Su metamorfosis no es así simplemente corporal ni simbólica, sino lingüística, perceptiva y epistemológica.
No es coincidencia que esta transformación—su inmersión en un orden cosmopolítico alternativo—esté tanto precedida como acompañada por la soledad, el extrañamiento y la disonancia interior. Como escribe Eduardo Kohn, “that jaguars represent the world does not mean that they necessarily do so as we do…this changes our understanding of the human” (Kohn 2). La soledad aquí no es una condición psicológica, sino una apertura ontológica: un estado dentro del que se vuelve vulnerable y permeable a formas más-que-humanas de percibir, representar y ser. “In that realm beyond the human”, continúa Kohn, “processes, such as representation…suddenly begin to appear strange” (Kohn 2). La soledad del narrador inicia precisamente este alejamiento, abriendo así el espacio perceptual, epistemológico y lingüístico a través del cual puede brotar el ser-jaguar. A lo largo del cuento, insiste en que su saber-jaguar nació en la soledad: “Me dejó aquí solito, yo ñun, solito que no podía hablar sin escucharme… Solito, todo el tiempo, los periquitos pasan gritando, el grillo silba, silba, toda la noche” (Guimarães Rosa 441). En esta imagen que construye—solo, de pie en medio de la selva, sumergido en el canto de los pájaros y el silbido de los insectos—empieza a oír de otro modo. La soledad habilita una nueva forma de sintonía: sin ningún interlocutor menos la selva, el significado no surge de la gramática, sino del gruñido y del susurro; el conocimiento se transmite no por el lenguaje humano, sino por el ritmo, la vibración y el sonido, volviéndose una ecología sonora y encarnada—una semiótica vivida, no humana y indisociable del ambos cuerpo y selva. Por eso, cuando finalmente declara “ahora ya no tengo nombre”, no es simplemente un rechazo de un nombre, sino una renuncia de todo un aparato antropocéntrico de nominación, clasificación e identidad rígida e individualizada (Guimarães Rosa 435). Al desechar el referente humano, despeja el espacio para el reconocimiento de un nuevo yo—jaguar, relacional, permeable y enraizado en el entramado semiótico de la selva.
Desde esa soledad, el narrador aprende a ver no dentro de la selva, sino con la selva: “en medio de la selva… no es un ojo, es tiquira, gota de agua, resina de árbol, gusano de la madera, araña grande” (Guimarães Rosa 414). Esta visión, ya no restringida por una mirada singular y antropocéntrica, se dispersa a lo largo de un campo eco-relacional afinado a la especificidad de cada ser. La soledad que una vez lo separaba de lo humano se convierte ahora en la condición para su intimidad con los jaguares. Aprende a “maullar como cachorro”, de modo que “la jaguar viene desesperada”, y recuerda cómo María-María “hablaba con[sigo], jaguañeñén, jaguañén”, a lo que responde: “maullé, maullé, jaguariñén, jaguarañiñeñén…” (Guimarães Rosa 427, 433). De esta manera, su lenguaje de jaguañeñén se parece a la ecología semiótica del bosque que teoriza Eduardo Kohn: un mundo constituido no de signos humanos abstractos, sino de formas de representación, por ejemplo las “correlated with those things they represent” y donde el significativo resulta de gestos—maullidos, roces, toques—afectivos, corporales y encarnadas (Kohn 2). Esta reconfiguración perceptiva, arraigada en la sintonía, la corporeidad y el afecto, es indisociable de su metamorfosis epistemológica y ontológica. Reitera su incomodidad frente a formas de saber que exceden su cognición jaguar: “No me gusta saber mucho, me da dolor de cabeza. Sólo sé lo que el jaguar sabe” (Guimarães Rosa 420). Pero afirma que ese saber no está disminuido ni es inferior, sino completo dentro de su propio marco: “pero de eso, lo sé todo. Aprendí… los jaguares, ellos también saben mucho” (Guimarães Rosa 420). Además, insinúa que esta perspectiva de jaguar no es inaccesible, al interrogar al interlocutor—“Usté no puede entender al jaguar. ¿Puede? ¡Diga!”—e incluso ofrecerle instrucción: “le enseño, usté aprende” (Guimarães Rosa 414, 424). Pero al percibir que el visitante “tiene miedo”, concluye: “entonces usté no puede ser jaguar” (Guimarães Rosa 414). Así es el miedo—la falta de disposición del interlocutor a soltar su esquema antropocéntrico—y no alguna incapacidad cognitiva o imposibilidad ontológica que emerge como la verdadera barrera. Que el narrador considera la posibilidad de que el interlocutor puede manifestarse en ser-jaguar sugiere que Guimarães Rosa se teje un relato de locura o magia, sino se plantea una proposición cosmopolítica: que el turno de perspectiva hacia el ser-jaguar es indudablemente posible, sin embargo, supeditado a la renuncia al miedo, del desmantelamiento del antropocentrismo humano, y de una sintonía profunda con la semiótica viviente del bosque.
Además de la ontología jaguaretéica emergente del narrador y su perspectiva cosmopolítica, se vuelve intensamente sensible a la diferencia entre especies. En lugar de colapsar toda vida no humana bajo la categoría homogeneizada de “animal”, abraza la relacionalidad sin ignorar la singularidad de cada ser. Aunque el narrador a sí mismo carece de nombre, confiere nombres únicos a cada jaguar. Asimismo, cuando el interlocutor confunde el sonido de una nutria por un jaguar, el narrador lo corrige, demostrando su aguda conciencia de las distinciones sónicas entre animales: “curiango, madre-de-la-luna, la lechuza del monte que pía… gritó… la nutria con hambre. Gritó: ¡Irra!” (Guimarães Rosa 435). De este modo realiza precisamente lo que Marisol de la Cadena propone en “Indigenous Cosmopolitics”: “paying attention to…the terms and the respective differences” (Viveiros de Castro 5, citado en de la Cadena 351). En lugar de confundirse las ontologías humana y de jaguar o subordinar una a la otra, el cuento configura lo que Marisol de la Cadena denomina “a pluriversal politics (or a cosmopolitics)”, donde “multiple and heterogeneous ontologies” coexisten y “weigh in” sin ser subsumidas (de la Cadena 362). La colisión no resuelta entre humano y jaguar, entre portugués y tupí, entre lengua escrita y sonido indicial, sostiene un espacio dinámico de multiplicidad ontológica—un orden cosmopolítico en el que lo jaguar y lo humano coexisten en un enredo irreductible, relacional y plural.
La metamorfosis del narrador en jaguar excede las categorías políticas convencionales e inaugura una cosmopolítica más allá de los confines de identidades fijas y de la representación antropocéntrica. Es una cosmopolítica que enfatiza la multiplicidad, la liminalidad, y una concepción del ser como devenir, más que como entidad fija. Cuando se entiende no sólo como un deseo de convertirse en jaguar, sino aún más como un anhelo de habitar otra cosmopolítica—de fluidez, mutabilidad y relacionalidad interespecíficas—el final no aparece como simplemente vago sin razón, sino como deliberadamente ambiguo, evocando así la porosidad de un reino cuya forma se asemeja a una nebulosa—donde la inestabilidad es generativa y las fronteras se disuelven. Esta nebulosidad no es confusión, sino posibilidad. Se despliega hacia una visión de relacionalidad profunda interespecífica, un sentido reanimado de enraizamiento dentro del mundo más-que-humano y la posibilidad de metamorfosearse en algo otro—quizás jaguarino. En este contexto, el desenlace de “Mi tío el jaguareté” no aborda simplemente de una desintegración antropocéntrica ni se reduce a una mera metamorfosis corporal o una ruptura sobrenatural o mágica. Es una transfiguración ontológica y cosmopolítica—una disolución de la narrativa en otro registro y otro mundo por completo. Es un abrazo al pulso salvaje, incontenible e inexorable de la selva, y una invitación a palpitar con su pluralidad, su maleabilidad, y su infinitud.
Bibliografía
Cadena, Marisol de la. “Indigenous Cosmopolitics in the Andes: Conceptual Reflections beyond ‘Politics.’” Cultural Anthropology, vol. 25, no. 2, 2010, pp. 334–70, https://doi.org/10.1111/j.1548-1360.2010.01061.x.
Eduardo Kohn. How Forests Think. University of California Press, 2013.
Guimarães Rosa, João. “Mi tío el Jaguareté.” Campo general y otros relatos, traducción de Valquiria Wey, Antelma Cisneros y María Auxilio Salado, Fondo de Cultura Económica, 2001, pp. 411–466.
Rodrigues, J. Barbosa-. Vocabulario Indigena Com a Orthographia Correcta (Complemento Da Poranduba Amazonense) Por J. Barbosa Rodrigues. Publicação Da Bibliotheca Nacional. Typ. de G. Leuzinger & filhos, 1893, 1893.
Notas
- Esta definición aparece en el glosario incluido por Valquiria Wey en su traducción al español de “Mi tío el jaguareté” (p. 460). ↩︎
- Como hablante nativa del portugués azoriano —que no es mutuamente inteligible oralmente, aunque coincide ortográficamente con el portugués brasileño— hice yo misma estas traducciones del portugués al español. Los fragmentos originales en portugués provienen de Vocabulário indígena com a orthographia correcta, de Barbosa Rodrigues:
“Ar, Ara, subs., superficie; parte superior; dia, tempo, epocha, idade, hora ; nascer, cahir; dicção verbal que significa o agente ou sugeito de uma acção; junta a um verbo fórma o seu particípio passado; junta a um nome de lugar indica naturalidade” (Barbosa Rodrigues 4).
“Çacy, (vide Acê) adj., triste; (v.) doer; ter pena” (Barbosa Rodrigues 7). ↩︎

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