“¡Como tú, río Pachachaca!”

“¡Como tú, río Pachachaca!”: Fluir, enlazarse y devenir en el abrazo de pacha en Los ríos profundos de José María Arguedas

Vista panorámica de un río fluyendo entre las montañas andinas.

“¡Pachachaca! Puente sobre el mundo, significa este nombre.”

— José María Arguedas, Los ríos profundos, p. 207

Como novela de formación (Bildungsroman), Los ríos profundos de José María Arguedas traza la corriente formativa de Ernesto, un joven errante, solitario y perdido, que atraviesa los territorios andinos oscilando entre lo ancestral y lo moderno, entre el conocimiento andino y la violencia epistémica, entre la persistencia del alma quechua y los insistentes aparatos coloniales de dominación, entre un pasado que no cesa de hablar y un porvenir nebuloso que difumina en el horizonte. Estas dimensiones no solo se entretejen metafóricamente a través de su creciente identificación con formas de pensamiento andinas, sino también materialmente, en las capas imbricadas del paisaje que recorre: en las piedras incaicas empotradas en muros coloniales, en las chicherías urbanas donde se entonan huaynos en quechua, y en el puente español construido sobre el río Pachachaca. Tras una infancia nómada junto a su padre por distintas regiones del Perú—marcada por vínculos afectivos y espirituales con comunidades quechuas—Ernesto es repentinamente confinado a los muros rígidos de un colegio católico en Abancay, y se encuentra habitando un espacio transculturado donde debe enfrentarse a su existencia mestiza.

Desde este punto, Ernesto emprende un proceso de aprendizaje que lo lleva a devenir, simultáneamente, puente y río: puente entre las complementariedades que configuran su mundo, y río en su capacidad no solo de fluir entre ellas y armonizarlas, sino de absorber su potencia para forjar una conciencia situada, encarnada y resistente. Su transmutación es espacial, enraizada en los ríos Pachachaca y Apurímac, y también temporal, pues lo obliga a reconciliar la memoria de la violencia colonial con la vitalidad persistente del alma andina. Navega no solo un mapa geográfico, sino una cartografía espiritual, cruzando los corredores cavernosos del colegio para alcanzar las aguas restauradoras del Pachachaca y así escuchar el canto profundo que fluye desde su corriente hasta el pulso de su sangre—desde las voces quechuas de los huaynos hasta el rugido más-que-humano de los torrentes del río. En otras palabras, si Los ríos profundos es una travesía de anhelo y aprendizaje, su curso no sigue una dirección ni un tiempo, sino ambos; y si Ernesto es el estudiante humano, los ríos mismos son sus maestros. Su aprendizaje se despliega dentro de una cosmovisión andina, donde el tiempo y el espacio se unifican en el continuo del pacha, donde el Pachachaca y el Apurímac laten con una vitalidad ancestral, y donde los estratos ontológicos de la tierra son tan fluidos y permeables que permiten la fusión del ser humano con el fluir de los ríos. Así, cuando Ernesto declara que “debía ser como el gran río”, no expresa solo un deseo simbólico ni una aspiración epistemológica, sino una voluntad ontológica de formar parte de la red cósmica del pacha (Arguedas 232). Pero no basta con ser solo un río; en cambio, como él especifica, debe aprender a ser “¡Como tú, río Pachachaca!”, y encarnar tanto pacha—entendido como “tiempo-espacio como realidad inseparable e indiferenciable ‘esencialmente’”—como chaca, evocación de la chakana, “puente”, “punto de transición entre dos extremos” que permite su reconciliación armónica (Orrego 106–109). Al combinar pacha y chaca, o chakana, Pachachaca conjura en su nombre “el sentido de totalidad que subyace en el pensamiento andino… que relaciona, funde el espacio y el tiempo,” porque “pacha es ‘lo que es’, el todo existente del universo, la ‘realidad’” (Orrego 98; Estermann 157 en Orrego 103). En otras palabras, el aprendizaje de Ernesto no radica en la adquisición de conocimientos conceptuales, sino en el acto del devenir mismo: un devenir en Pachachaca, el “puente sobre el mundo” (Arguedas 207). Solo desde este lugar emplazado, encarnado y enlazado puede dejar de escuchar los huaynos como un forastero perdido y comenzar a cantar junto a ellos, su canto colectivo llevándolo a sentirse “mejor dispuesto a luchar contra el demonio mientras escuchaba” (Arguedas 379).

Abandonado por su padre en un microcosmos de dominación colonial, corrupción y violencia, Ernesto habita un colegio poblado por chicos como Añuco y Lleras, “como los duendes, semejantes a los monstruos que aparecen en las pesadillas”, en donde “los odios no cesaban, se complicaban y se extendían” (Arguedas 228). Tras describir en detalle lacerante la crueldad y el sometimiento entre sus pares —incluido un episodio en que “Lleras había desnudado a [una mujer]… y exigía que el humilde Palacios se echara sobre ella”— Ernesto lamenta que “todo parecía contaminado, perdido o iracundo” (Arguedas 228). Sin padre ni madre en este “mundo cargado de monstruos y de fuego”, se refugia en una “maternal imagen del mundo” que “recordaba y revivía en los instantes de gran soledad”; pero “al anochecer, se desprendía de [sus] ojos” y “la soledad, [su] aislamiento, seguían creciendo” (Arguedas 196, 229-230). Desilusionado de la posibilidad de formar vínculos humanos, empieza a salir a las chicherías no por compañía, sino “por oír…[los] huaynos del Apurímac y del Pachachaca” y “a recordar…los campos y las piedras…los pequeños ríos a donde fui feliz”, hallando en la música un santuario momentáneo que traen los ríos y valles a sus sentidos (Arguedas 210-211). Los huaynos poseen un poder casi mágico, embebiendo y evocando paisajes ancestrales: “si el huayno era triste, parecía que el viento de las alturas…llegaba a la chichería” (Arguedas 209). Sin embargo, a medida que la violencia del colegio se vuelve cada vez más opresiva y el temor más ineludible, Ernesto se encuentra anhelando no sólo una evocación del mundo, sino su presencia palpitante: “esperaba los domingos para lanzarme a caminar en el campo”, buscando el río Pachachaca, cuyo amparo va más allá de la memoria; habita en una relación vivida, afectiva y espiritual que no sólo remedia, sino que reconfigura su percepción y, a su vez, transfigura su ser (Arguedas 228).

Ante este “aislamiento mortal en que… [se] separaba del mundo”, que “ningún pensamiento, ningún recuerdo” logra aliviar, Ernesto se avecina al Pachachaca como un santuario sagrado (Arguedas 228). Se apoya sobre las cruces de piedra del puente, no sólo para contemplarlo, sino para rogarle consuelo y fortaleza, para dejarse permear por su ritmo. Lo escucha y lo siente como se escucha a un Apu —“la ‘pareja’ de la pachamama”, entidad más-que-humana que alberga y encarna una fuerza sagrada (Orrego 126). Al contemplar el río Pachachaca que serpentea bajo del precipicio cubierto de enredaderas de flor azul, Ernesto percibe una continuidad de mundos en la manera en que los grandes loros viajeros “se prenden de las enredaderas y llaman a gritos desde la altura”, comprendiendo en la escena ante sus ojos una ecología relacional en la que aves, río, roca y memoria están entrelazados y interdependientes (Arguedas 230). Describe “el gran puente” sobre “el Pachachaca temido” con adjetivos como “poderoso” e “imperturbable” que invocan vitalidad y vigor, fuerza y omnipotencia (Arguedas 231). El río es “bravo” y “traicionero”, con “fuerza por dentro”; sus “ojos altos”, sus pilares “de cal y canto”, son “tan poderosos como el río”, cuyas aguas “vencedoras” poseen “solemnidad” y “hondura”, y cuya marcha “indetenible y permanente, marcha por el más profundo camino terrestre” (Arguedas 232-233). La potencia del río se manifiesta también en los verbos que Ernesto emplea: el agua “se eleva… lamiendo el muro, pretendiendo escalarlo, y se lanza”, mientras sus corrientes son “forzadas” por los contrafuertes que “obligan al río a marchar bullendo”, y las ramas de chachacomo “se arrastran y vuelven violentamente” (Arguedas 232). A pesar de esta fuerza torrencial, su cuerpo fluido es aun así “sonriente”, señalando una dulzura y una benevolencia: una fuerza poderosa, formidable y sagrada, que lo guía como padre, como maestro, como compañero.

Además, las palabras “imperturbable”, “indetenible” y “permanente” evocan una dimensión no sólo física y animada, sino temporal. Su marcha permanente “por el más profundo camino terrestre” confiere un aspecto temporal a la tierra y de ahí aparece una cosmovisión andina en la que “la naturaleza es toda la realidad”; el tiempo, el espacio y la naturaleza convergen en el pacha, y “allí se da todo lo que existe, lo material y lo espiritual” (Mejía 65 en Orrego 99). En esta filosofía, la realidad no se reduce a abstracciones conceptuales, sino que “se revela en la celebración de la misma… por medio del sacrificio, del símbolo, del ritual” (Estermann 105 en Orrego 94-95). Así, al desempedrar cada domingo ese camino ritualista—“tras varias horas de andar… cuando más abrumado y doliente me sentía”—Ernesto entra en una relación recíproca con el río, basada en el ritual, el afecto y la reverencia (Arguedas 231). Su capacidad de escuchar atentamente “la voz del río y la hondura del abismo”, le concede el poder de, en respuesta, “despertar en su memoria los primitivos recuerdos, los más antiguos sueños” (Arguedas 171). Cuando describe cómo el agua “forma arcoíris fugaces que giran con el viento”, pinta una imagen de luz y agua enlazadas en una danza cósmica que impregna al río de un misticismo que evoca su papel como maestro sagrado (Arguedas 232) La tristeza de Ernesto, la ferocidad del río y el gozo de columbrar el arcoíris se derraman en el paisaje y se entrelazan en una totalidad afectiva compartida. Así, el Pachachaca no sólo cicatriza sus heridas al restaurar su cuerpo con la tierra, sino que, al hacerlo, lo intercala en un continuo ontológico más amplio y permite que el pacha “se revele”. En su arroyo, Ernesto vislumbra una historia de los Andes: aunque el puente fue “construido por los españoles”, el río fluye desde una temporalidad que lo conduce a una cosmovisión andina primordial y ancestral. El presente en que vive con Pachachaca “funciona como la chakana espacio-temporal”, un punto de convergencia donde “los acontecimientos del pasado-futuro… colapsan los tiempos posibles” en una coexistencia—un ahora de pacha (Orrego 133). De esta manera, como el Pachachaca es más que un puente o un río, el conocimiento que le revela a Ernesto es más que una sabiduría cosmológica: es una vocación ontológica—no sólo la naturaleza del mundo, sino también una manera de ser en él.

La relación de Ernesto con el Pachachaca primero lo cura, luego lo instruye, y finalmente, a través de esa enseñanza, le muestra qué hacer con ese conocimiento. Su proceso formativo se transfigura así en una alquimia ontológica: “debía ser como el gran río: cruzar la tierra, cortar las rocas; pasar, indetenible y tranquilo, entre los bosques y montañas; y entrar al mar, acompañado por un gran pueblo de aves que cantarían desde la altura” (Arguedas 232). Es decir, como el río, Ernesto debe cruzar la tierra andina con entereza y empatía, danzando entre la solidez y la fluidez, entre el cambio y la  permanencia. Como el río, debe fluir entre el pasado, el presente y el futuro, entre el entorno católico en que vive y la espiritualidad andina que encarna; y como el puente, debe aprender a mediar entre ambos. Aunque el río—fuerza natural sagrada—y el puente—construcción colonial—implican opuestos culturales, ambos participan en su regeneración espiritual y transfiguración ontológica. Por eso, confiesa que “no sabía si amaba más al puente o al río”, ya que como el Pachachaca fusiona la majestuosidad del río andino con la grandeza de la arquitectura española para forjar en él una intensidad cósmica, Ernesto aprende a amalgamar los complementarios de su existencia mestiza en una potencia en la que “ambos despejaban [su] alma, la inundaban de fortaleza y de heroicos sueños” (Arguedas 232).

Esta fusión refleja la “relación de complementariedad y correspondencia” inscrita en la espaciotemporalidad andina, donde “vida y muerte son realidades complementarias” y el tiempo-espacio es “circular y cíclico: inicio y fin coinciden” (Orrego 98). Los complementarios innumerables que engloba el Pachachaca—benevolencia y fortaleza, esperanza y dolor, lo andino y lo hispano, lo espiritual y lo material, el puente arriba y el río abajo, la luz del sol desde arriba y su reflejo cristalino desde abajo, “el suelo de arriba (hanan pacha)” y “el plano de abajo (hurin pacha)”—se entretejen en el flujo del río y “se interceptan, se encuentran en la chakana –puente–”, en un ritmo continuo que invita a Ernesto a pulsar al compás de su latido (Orrego 106). Al unirse a este ritmo del pacha, al corresponder su relación con el río, y al permitir que sus enseñanzas lo penetren, su deseo de convertirse en Pachachaca se encarna. Su anhelo de ser “acompañado por un gran pueblo de aves que cantarían”—imagen que evoca su deseo de conectarse colectivamente con los cantores de los huaynos—solo puede alcanzar si antes logra transmutarse en el río y transformarse en el puente (Arguedas 232). Si, como Pachachaca, logra convertir su terreno transculturado y su identidad mestiza en fuerza, en potencia y en poder, pues logra forjar en actos significativos la “fortaleza” y los “heroicos sueños” que el río ha sembrado en él: una resistencia colectiva. Cuando retorna al colegio después de este encuentro, regresa “renovado, vuelvo a [su] ser”, ascendiendo con “pasos firmes”, cargando el vigor de Pachachaca y “conversando mentalmente con [sus] viejos amigos lejanos”, utilizando el flujo de Pachachaca, que va más allá de los límites del tiempo y del espacio, para conectarse con ellos a pesar de la distancia (Arguedas 232). Esta transformación lo alinea con los colonos, quienes más adelante también deben superar sus miedos y cruzar el Pachachaca. Su fusión con el Pachachaca—literal y figurada—es lo que le permite integrarse a la colectividad que siempre ha anhelado: es lo que lo vincula con las chicheras, y es lo que vincula la transmutación con la rebelión. Esta continuidad se materializa en el penúltimo capítulo, “Yawar mayu”, cuyo propio título—“río de sangre”— confluye el agua del río con la sangre de Ernesto y de los colonos en un cruce colectivo de la opresión hacia la resistencia.

El título del capítulo final, “Los colonos” ya no es solo un nombre, sino una esperanza encarnada, una unidad colectiva en la que Ernesto forma parte como río y como puente. El Pachachaca ha hecho más que curarlo, guiarlo y enseñarle: se ha inscrito en su alma, fluyendo en sintonía con su sangre y con la sangre de los colonos. Su corriente lo ha llevado hacia el sentido de pertenencia y arraigo que buscaba, y hacia la fuerza necesaria para resistir el encierro y la alienación. En el pensamiento andino, la historia no es “un progreso inherente al devenir” sino una “repetición cíclica que se corresponde con el orden del cosmos” (Orrego 137). No es un movimiento hacia “un futuro nuevo y desconocido”, sino hacia “un pasado almacenado en… un orden cósmico y colectivo” (Estermann 204 en Orrego 138-9). La “esperanza de liberación” está “puesta en una realidad ‘pasada’ (ñawpa/nayra)”, porque el pacha es “la posibilidad última de la existencia” (Estermann 206 en Orrego 139, Orrego 104). Mientras “el Pachachaca gemía en la oscuridad”, la novela concluye con verbos en condicional, con la posibilidad: “la peste estaría…aterida por la oración de los indios” (Arguedas 461). Termina con “los cantos… habrían penetrado a las rocas… hasta la raíz más pequeña de los árboles”, con una imagen de voces andinas comunicándose y penetrando la tierra, con una continuidad relacional que fluye entre todos los seres (Arguedas 461).Y finalmente, se cierra con Ernesto cruzando el río y situándose sobre un puente, contemplando su corriente y imaginando a la peste llevada por el agua “a la Gran Selva, país de los muertos”, llevada no sólo a la posibilidad cíclica, sino a la continuidad que perdura (Arguedas 461). Tal vez la imagen final de Los ríos profundos no sea una imagen esperanzadora en términos convencionales, pero es una esperanza andina—de transmutación, de continuidad, de pacha. Ernesto ya no vaga por lo desconocido: se sumerge en las aguas profundas de la incertidumbre, fluye con las corrientes de río y sangre, cruzándolas y enlazándolas en un canto cósmico de totalidad, “indetenible y permanente… ¡Como tú, río Pachachaca!” (Arguedas 232).

Bibliografía

Arguedas, José María. Los ríos profundos. Edición de Ricardo González Vigil, Cátedra, 1995.

Orrego Echeverría, Israel. “Capítulo 2: Tiempo-espacio en el pensamiento andino.” Ontología relacional  del tiempo-espacio andino: Diálogos con Martin Heidegger. Bogotá, Ediciones USTA, 2018, pp. 77-139.

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